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Aureliano. El recuerdo de la pequeña Remedios no habÃa dejado de torturarÃa, pero no encontraba
la ocasión de verla. Cuando paseaba por el pueblo con sus amigos más próximos, MagnÃfico
Visbal y Gerineldo Márquez -hijos de los fundadores de iguales nombres-, la buscaba con mirada
ansiosa en el taller de costura y sólo veÃa a las hermanas mayores. La presencia de Amparo
Moscote en la casa fue como una premonición. «Tiene que venir con ella -se decÃa Aureliano en
voz baja-. Tiene que venir.» Tantas veces se lo repitió, y con tanta convicción, que una tarde en
que armaba en el taller un pescadito de oro, tuvo la certidumbre de que ella hab...
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desconocidos. Era en realidad una selección de clase, sólo que determinada por sentimientos de
amistad, pues los favorecidos no sólo eran los más antiguos allegados a la casa de José Arcadio
BuendÃa desde antes de emprender el éxodo que culminó con la fundación de Macondo, sino que
sus hijos y nietos eran los compañeros habituales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus
hijas eran las únicas que visitaban la casa para bordar con Rebeca y Amaranta. Don Apolinar
Moscote, el gobernante benévolo cuya actuación se reducÃa a sostener con sus escasos recursos a
dos policÃas armados con bolillos de palo, era una autoridad ornamental. Para ...
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Don Apolinar Moscote, el corregidor, habÃa llegado a Macondo sin hacer ruido. Se bajó en el
Hotel de Jacob -instalado por uno de los primeras árabes que llegaron haciendo cambalache de
chucherÃas por guacamayas- y al dÃa siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos
cuadras de la casa de los BuendÃa. Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la
pared un escudo de la república que habÃa traÃdo consigo, y pintó en la puerta el letrero: Corregidor.
Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar
el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Bue...
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estera, y el sudor salÃa del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara
nunca. ConocÃa la mecánica teórica del amar, pero no podÃa tenerse en pie a causa del desaliento
de sus rodillas, y aunque tenÃa la piel erizada y ardiente no podÃa resistir a la urgencia de
expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se
desvistiera, él le hizo una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara
veinte centavos en la alcancÃa y que no me demorara.» La muchacha comprendió su ofuscación.
«Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un ...
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más grande en la calle central que decÃa Dios existe. En todas las casas se habÃan escrita claves
para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exigÃa tanta vigilancia y tanta
fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por
ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien
más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en
las barajas como antes habÃa leÃdo el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a
vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los...
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siguiente se sentÃan tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó
asombrado a la hora del almuerzo que se sentÃa muy bien a pesar de que habÃa pasado toda la
noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el dÃa de su cumpleaños.
No se alarmaran hasta el tercer dÃa, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin
sueño, y cayeran en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.
-Los niños también están despiertos -dijo la india con su convicción fatalista-. Una vez que
entra en la casa, nadie escapa a la peste.
HabÃan contraÃdo, en efecto, la enfermedad del insomnio....
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Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de desalentarÃa can su lógica
casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin
suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica,
Aureliano estaba seguro de su presagio.
-No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.
El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenÃa más de once años. HabÃa hecho el penoso viaje
desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con
una carta en la casa de José Arcadio BuendÃa, pero que no pudieron explicar con precisión quién
era la persona que les hab...
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rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio BuendÃa
apenas si pudo resistir el impacto. «¡Era esto -gritaba-. Yo sabia que iba a ocurrir.» Y lo creÃa de
veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo
de su corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación
Cien años de soledad
Gabriel GarcÃa Márquez
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del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras
de la casa, sino lo que ahora habÃa ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartÃa su
alborozo...
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Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañÃa, equivocó la forma
y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. «Ahora si eres un hombre», le dijo. Y
corno él no entendió lo que ella querÃa decirle, se lo explicó letra por letra:
-Vas a tener un hijo.
José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios dÃas. Le bastaba con escuchar la
risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos
de alquimia habÃan revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio BuendÃa recibió con
alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsque...
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Macondo, arrastrada por su familia para separarla del hombre que la violó a los catorce años y
siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca se decidió a hacer pública la situación
porque era un hombre ajeno. Le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más tarde,
cuando arreglara sus asuntos, y ella se habÃa cansado de esperarlo identificándolo siempre con
los hombres altos y bajos, rubios y morenos, que las barajas le prometÃan por los caminos de la
tierra y los caminos del mar, para dentro de tres dÃas, tres meses o tres años. HabÃa perdido en la
espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de...
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Una mañana, después de casi dos años de travesÃa, fueron los primeros mortales que vieron la
vertiente occidental de la sierra. Desde la cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura
acuática de la ciénaga grande, explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron
el mar. Una noche, después de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos ya
de los últimos indÃgenas que encontraron en el camino, acamparon a la orilla de un rÃo pedregoso
cuyas aguas parecÃan un torrente de vidrio helado. Años después, durante la segunda guerra
civil, el coronel Aureliano BuendÃa trató de hacer aquella misma ru...
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Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el
control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida
en una esposa inútil para toda la vida. No podÃa sentarse sino de medio lado, acomodada en
cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en
público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo
despedÃa un olor a chamusquina. El alba la sorprendÃa en el patio sin atreverse a dormir, porque
soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se metÃan por la v...
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con una cierta amargura: «Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos.» Úrsula no se alteró.
-No nos iremos -dijo-. Aquà nos quedamos, porque aquà hemos tenido un hijo.
-TodavÃa no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un
muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
-Si es necesario que yo me muera para que se queden aquÃ, me muero.
José Arcadio BuendÃa no creyó que fuera tan rÃgida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla
con el hechizo de su fantasÃa, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar
unos lÃquidos mágicos en la tierra pa...
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habÃa dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podÃa llegarse al rÃo y
abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa
recibÃa más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada
y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad
una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie habÃa muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio BuendÃa construyó trampas y jaulas. En poco
tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propi...
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viajes parecÃa tener la misma edad de José Arcadio Buendia. Pero mientras éste conservaba su
fuerza descomunal, que le permitÃa derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano
parecÃa estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras
enfermedades contraÃdas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó
a José Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguÃa a todas
partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de
cuantas plagas y catástrofes habÃan flagelado al género humano. So...
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recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces
una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un rÃo de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecÃan de nombre, y para
mencionarlas habÃa que señalarÃas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia
de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y
timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gi...
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